Esta es la crónica de un viaje a dos ciudades situadas entre las cuencas de dos ríos, el Guadalquivir y el Guadalhorce, así como el relato de las cosas vistas en el trayecto y del sufrimiento de lo que no nos dio tiempo a ver. Andalucía, toda Andalucía es una caja de sorpresas, por no caer en la debilidad de decir que es una caja de dulces o de regalos; de ahí que mi acompañante y yo tuviésemos que hacer más de una vez lo mismo que Rilke en Ronda, cuando, abrumado por la belleza del paisaje, aquejado de una saturación de la mirada, le habla a su amiga Benvenuta, en la carta del 26 de enero de 1914, de una voluntad de "quedarse ciego ante las imágenes recibidas", buscando el poeta, entonces en plena escritura de sus Elegías de Duino, un modo más hondo, menos externo, de captar lo real. Nosotros, no por espiritualidad, sino por prisas, pasamos cerca de la Vega de Granada sin detenernos más que para comer de postre unos piononos en Santa Fe; perdimos la ocasión de desviarnos hacia los bellísimos pueblos cordobeses de la serranía subbética, estando tan cerca, y sólo vimos de lejos Loja, una población con historia que también ha pasado a la del cine, pues de manera incongruente y divertida presta su silueta coronada por la alcazaba al reino de Freedonia en Sopa de ganso, la estupendísima película de los Hermanos Marx.
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