A punto de aterrizar, la costa de Bergen tiene cierto aire de gigante desmembrado: acantilados abruptos de donde cuelgan cascadas y ríos impetuosos, pedazos de terruño verde untados a la roca, roca que lo englute todo, flores, abetos, ganado, niños; carreteritas serpenteantes que van a morir en casas, casas solitarias que asoman al vacío, en donde el solo hecho de vivir es toda una hazaña. Y es que, cuenta la Prosa Edda -la fuente más exhaustiva de la mitología escandinava, posterior a la era vikinga-, este paisaje fue creado a partir del gigante de la escarcha, Ymir. Sus enemigos cogieron sus sesos, los lanzaron al aire, y de ahí brotaron las nubes; con la carne crearon colinas, llanuras y estepas; con su sangre llenaron las cuencas de los ríos; con sus dientes y huesos fabricaron rocas y montañas; con su pelo, los árboles y los arbustos; con el sudor de sus axilas, el mar, y así sucesivamente.
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