Las Rías Bajas son un paisaje muy domesticado. Y casi siempre para bien. Sus habitantes llevan miles de años cultivando las laderas, pescando en sus aguas y modelando la costa con puertos y muelles. El encanto evidente de este panorama dulce y laborioso no se escapa a nadie, pese a las plantaciones de eucaliptos fuera de control, las atrocidades urbanísticas ocasionales -ay, si Valle-Inclán levantara la cabeza y viera los bloques de pisos de su ría de Arosa-, las fábricas de papel a pie de agua y los alardes de prosperidad mal entendida. Pero que no se desilusionen quienes crean que no quedan en ellas zonas vírgenes: en la ría de Muros y Noia (la más alta de las Bajas) quedan aún playas vírgenes y espacios naturales poco amansados.
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