Parecía haber empezado la primavera cuando llegué al château que domina el Mont-Noir, en el Flandes francés, donde vivió Marguerite Yourcenar. Mas se trataba de una falsa impresión. El día siguiente, la lluvia y el cierzo barrían la suave colina. Al pie estaba el llano, esos campos de extraordinaria fertilidad que se tiñeron de sangre en las dos guerras mundiales. Habría de caminar en el barro, el abonado y pegajoso barro de los marjales, tan concentrado de organismos que se cebaba fatalmente en las heridas de los soldados en las trincheras.
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