Lla primera vez que visité la pequeña población de Merzouga, hace más de 15 años, había junto a las dunas de Erg Chebbi un par de hoteles desastrados que te permitían dormir en la terraza a cambio de unos pocos dirhams, con la arena del desierto en la puerta, la nada en el horizonte y escenas de Beau Geste en la memoria. Cuando regresé allí hace poco me encontré con que el número de hoteles llegaba ya a los ciento uno. "Es cierto que esto ha cambiado un poco, pero la magia del lugar persiste", sonrió mi interlocutor, un tuareg desdentado.
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