Debe de haber pocas montañas que atraigan más miradas que el Montgó: huesuda y atroz, como la mano de gigante que describió Blasco Ibáñez en Mare Nostrum, esta mole calcárea se alza entre Jávea y Denia formando con el cabo de San Antonio, que es su prolongación, una silueta distinguible desde cualquiera de las playas que bordean el golfo de Valencia, incluso desde la lejana Oropesa, allá en Castellón. Muy vista, sí, pero muy poco trillada, pues los millones de personas que la contemplan lo hacen mientras se tuestan al sol, sin albergar el más mínimo deseo de subir a ella, por más que esta montaña haya jugado, como enseguida veremos, un destacado papel en la historia de la humanidad, incluida la humanidad que sólo se alimenta de paella y fotones.Quien sí subió al Montgó, en la primavera de 1804, fue el astrónomo Pierre-André Méchain, que a la sazón andaba calculando la longitud del meridiano terrestre.
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