A los admiradores del Bilbao de toda la vida nos está costando trabajo habituarnos a su nueva imagen. Cuando la ciudad era tétrica, un poco sucia y con los edificios estropeados, parecía el cuadro de uno de esos pintores británicos del siglo XIX -como el maravilloso Atkinson Grimshaw- especializados en la bruma marítima y el cielo encapotado; un lugar ideal para la melancolía portuaria y el impermeable. Siempre estaba oscura Bilbao, al mediodía también, y entre ese lado sombrío y los aromas levemente pútridos que emanaba la ría, la ciudad tenía el hermético encanto de los lugares temibles e impenetrables. Ahora que está clareada, seca y toda pintada -y hay que reconocerlo, tan bella en la transformación-, parece que hasta el clima se ha puesto de su parte, no sólo en este verano hirviente que acabamos de sufrir; pasé allí tres días seguidos a finales de marzo en los que el sol brilló alicantino a todas horas, y el chaquetón de punto grueso que llevaba, friolero que soy, tuve que amarrármelo por las mangas en la cintura como un adolescente de excursión.
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