Tras dejar Zamora, el Duero serpentea hasta dominios portugueses y dibuja, a lo largo de más de 100 kilómetros, una de las fronteras más antiguas de Europa; a su paso va mordiendo el granito en profundas gargantas que sobrevuelan las cigüeñas negras en uno de sus últimos reductos, y donde las águilas, buitres y halcones anidan.Por este espacio llamado los Arribes del Duero, declarado parque natural, corre el río hasta fundirse con el Tormes y transforma el áspero paisaje castellano en una estampa de olivos, vides y frutales escalonados en las bruscas pendientes de las laderas, que verdean al resguardo de un clima algo más dócil que el de la meseta. Esta tierra aún no ha sucumbido a la ofensa del ladrillo, y la gente que permanece en ella aún la trabaja con una valerosa obstinación.
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