Catherine Deneuve se consumía de celos mientras Vincent Pérez, su joven amante, huía con su hija adoptiva Camille en un junco vietnamita. Y nosotros, los pobres y mortales espectadores, hundidos en la butaca del cine, conteníamos la emoción no tanto por aquella historia de amor imposible que narraba Indochina, sino por el irreal decorado que la envolvía. El junco de velas negras se deslizaba por un laberinto acuático de pináculos de piedra oscura forrados de vegetación tropical. Miles de islotes puntiagudos diseminados como meteoritos fantasmales que parecían flotar suspendidos en el espejo de jade transparente del mar de China.
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