Al mirar por la ventanilla del avión, ya cerca de Ginebra, podemos encontrarnos con un paisaje irreal, inquietante. Las cumbres nevadas de los Alpes se elevan sobre el manto de nubes y se adueñan del cielo, como si despreciaran a los que habitualmente nos arrastramos por la tierra, bajo las nubes, y miramos hacia lo alto con reverencia y temor. Allí, en el avión, comiendo patatas fritas y mirando desde arriba a aquellas moles de un gris metálico, atemporal, uno se siente como un intruso que ha violado la intimidad de una reunión muy seria de gigantes. Como un espía.
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