Santiago es, por naturaleza y derecho propio, una ciudad de extremos: lluviosa, montañosa, temperamental y dura. El pedazo de tierra acodado más al noroeste de Europa -que antaño llamaban Finisterre, es decir, el fin del mundo- no deja indiferente. El camino que conduce a los peregrinos hasta su catedral, el casco antiguo con su enjambre de callejuelas (los rueiros), las losas de piedra de la Rúa do Franco, los soportales de la Rúa do Villar o las escalinatas de la Praza do Quintana embrujan al viajero. También lo consigue la Praza do Abastos; recorrerla supone viajar al pasado: en ese tradicional mercado, mujeres vestidas de negro venden quesos de tetilla, grelos, carne gallega y mucho marisco.
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