La estatua del cineasta norteamericano Woody Allen mira hacia el parque de San Francisco. Lo hace a menudosin gafas, convertidas en trofeo de juergas nocturnas. Con las manos en los bolsillos y esa angustia vital tan característica, Allen avanza tranquilo. A su espalda, a escasos 20 metros, deja la terraza de La Mallorquina, sede de algunas de las tertulias que todavía se dan en la ciudad. En una calle, en el mismo centro, se dan la mano la Vetusta de antaño y el Oviedo de hoy.
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