Como ocurre con ciertas divas, hay ciudades cuya belleza fascina de inmediato. Es, sin duda, el caso de París, para no hablar del esplendor teatral de Venecia, de los rincones medievales de Praga o de las reminiscencias imperiales que aún quedan en Viena. Con Lisboa, como en Roma, no ocurre lo mismo. Son secretas, de algún modo íntimas.
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