Els vells petits poblets". Así, cariñosamente, llamaba el escritor ampurdanés Josep Pla a los pueblos medievales del Baix Empordà. Acorazados con murallas, torres, saeteras y barbacanas, pese a no custodiar, en muchos casos, más que una o dos callejas y un puñado de casas. Pueblos absortos, agazapados en medio de un paisaje dulce, con colinas donde nunca falta un algo de verdor y la luz posee el destello resabiado de haber alumbrado a tantas civilizaciones. "Sensación de encontrarse, continuamente, en algún lugar de la Toscana", escribía Pla.
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