A falta de pocos meses, vuelven a surgir las controversias en torno al Bocuse d'Or, concurso de cocina que cada dos años reúne en Lyon a aspirantes de medio planeta. ¿Qué hay que hacer para ganarlo? ¿Cómo es posible que Noruega, país de escasa relevancia culinaria, consiga acaparar, junto con Francia, las primeras posiciones en el podio? ¿Por qué razón la cocina española contemporánea, tan laureada en los foros internacionales, sale malparada en un concurso creado por Paul Bocuse hace casi 25 años? Sencillamente porque no respetamos sus bases, de corte decimonónico, que obligan a elaborar piezas de joyería, filigranas heredadas de aquella pastelería salada que propugnaban Antoine Carême (1783-1833) y Auguste Escoffier (1846-1935) para los grandes fastos. Ni los candidatos españoles entrenan el tiempo suficiente, ni existen fondos que financien su trabajo. En otros países -acertados o no-, el tema constituye una cuestión oficial.
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