Las noches crecen al paso del décimo mes del almanaque, con la frescura de la otoñada metida bajo la piel del bosque. A la mengua del calor y las horas de luz le sucede la crecida del color en la arboleda y la sazón de sus frutos más preciados. Los momentos más vistosos del bosque caduco inician su fugaz fiesta de tinturas tras las primeras lluvias de septiembre, pero su culminación queda patente, para las miradas curiosas de los excursionistas, entre las medianías de octubre y noviembre. Hayedos, robledales, castañares, abedulares, fresnedas, choperas y toda la pléyade de árboles y arbolillos caducifolios que salpican los montes ibéricos maduran sus frutos, mientras su hoja caediza se dora y enciende antes de morir a sus pies.
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