Jerez son caballos, vino y flamenco. Y otras cosas no menos importantes. Las jacarandas en flor de Porvera que en verano techan la avenida; las iglesias intramuros de los evangelistas Juan, Mateo, Marcos y Lucas, que testimonian la reconquista jerezana de Alfonso X; el alcázar almohade que encierra un palacio dieciochesco y una mezquita en miniatura de planta central; la melancólica Alameda Vieja, desde donde uno se asoma a las bodegas de Tío Pepe, habitadas también por ratoncitos alcohólicos que beben el vino dulce del catavino: así no roen las cubas y no se derrama el líquido que aromatiza la visión de la catedral, su barroquísima fachada como un sagrario para guardar la hostia. La catedral se levanta sobre una mezquita, y su torre campanario, con reloj y cúpula de azulejo, el primitivo minarete, está frente a la catedral y no a su lado. En este sosegado Jerez, Dios y el vino, encarnado en las naves de las bodegas, místicamente se hermanan.
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