Tal vez exista sobre todas las plazas de las ciudades provincianas del mundo una gran maternidad, una especie de anhelo común y pulmonar, joven, incluso a pesar de sí mismas. La plaza Plumereau de Tours, junto a la avenida Nacional, en la que vivió Balzac varios años, es una de esas plazas en las que la juventud parece detenida. Casi está uno esperando ver aparecer en cualquier momento ese personaje terrible de El cura de Tours, ese célibe que, como se apoya tan sólo en la rectitud y en la decencia, cruza esta plaza maravillosamente ruidosa y viva sin entender la farragosa explosión del hacerse diario de los hombres. Y de un párroco hostil a un prior contemplativo.
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